«Ushuaia 1998». La desbandada, Leopoldo Panero

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César es profesor de Literatura. Nacido en Castrillo de la Piedras e hijo de “campesinos”. El más sosegado del grupo, y también el más “moderado”.  

“Mientras la examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez; hubo de nuevo una impetuosa ráfaga, un remolino; el disco entero del satélite estalló de repente ante mi vista; mi cerebro se alteró cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en dos; resonó un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y silenciosamente sobre los restos de la Casa Usher (1)”.  

         Así finaliza uno de los espeluznantes relatos de Poe en el que fábula, embargado por la exageración de gusto romántico, el final de una estirpe sin descendientes y el simultáneo derrumbamiento de su mansión, a la vez panteón familiar y símbolo tangible de su apellido.

Sin esa apariencia tétrica, por el contrario, de aspecto acogedor y sugerente, aún conocí en pie, aunque ya herido por los relámpagos de sus grietas, un singular caserío que constituía también la patente encarnación del abolengo de sus moradores. Este caserío se encontraba rodeado por multitud de encinas, al abrigo de un bosque en Castrillo de las Piedras y el apellido cuyo blasón fundaban aquellos edificios, no era otro sino Panero.

Los Campesinos (2) de Castrillo, le llamábamos la casa de las señoritas, y siempre la conocí bajo esta advocación que ahora se me antoja con reminiscencias feudales, pero cuando niño nada me enturbiaba aquel nombre. Las “señoritas”, ahora lo sé, eran Odila, la mayor y pronto viuda; María Luisa; Rosario, la menor, cuya muerte en Astorga en 1943 representa otra de las escenas más dantescas que vive esta familia, pues noche de su agonía vienen a detener al padre don Moisés acusado de masón; y Asunción, a cuyo novio, Ángel Jiménez, habían dejado en los años de la guerra tendido en el monte de Estébanez, y allí debe de seguir, insepulto, oliendo aquella tierra fresca, sintiendo cómo la jarilla araña sus cuencas, como las de tantos otros, y donde a  buen seguro le hubiera seguido Leopoldo Panero de no ser que su madre Doña Máxima que intercedió por él ante Don Miguel de Unamuno, primero y ante Doña Carmen Polo después. Ellas eran pues las hermanas de Leopoldo, que tras la muerte de Juan en Agosto de 1937, hacían más notoria la soledad de éste como único varón, aparte de su padre, don Moisés.

  • “El hundimiento de la casa Usher”, Grandes Maestros del Crimen y Misterio, eds Rayuela, Tomo VI: Edgar Allan Poe, Valencia, 1980, p. 28
  • Así nos denomina Felicidad Blanc, Espejo de Sombras, Argos Vergara, Barcelona, 1977

EL HOMBRE, EL POETA.

Las ásperas encinas recibían el sol de julio impasiblemente. Un polifónico y ensordecedor cántico de millones de grillos invisibles, se levantaba desde todos los lugares del mundo. Bajo su ociosa cháchara, confundió con ella, el rítmico compás de las hoces segando mies, el seco diálogo de los cuerpos arañados por la urgencia que precede a la temida lluvia y el mudo y manso balanceo de los bueyes deslizándose sobre las tercas espigas en una infinita circunferencia. Por el camino del monte, entre las encinas, aún hay quién lo recuerda nítidamente, surgía una polvorienta figura tan lenta como el día y cuyas enormes manos, manos de campesino, permanecían insultantemente ociosas, caída la una, sosteniendo un incandescente puro, la otra.

La imagen de Leopoldo Panero ha estado sujeta a duras controversias, hasta el punto de que uno se plantea si sufrió en propia carne el exilio espiritual, la maldición de los que se negaron  huir y fueron fusilados por los de fuera así como por los de dentro. Vivió en su patria, pero su alma buscó el calor de los amigos, sin limitaciones políticas. Fue un español desterrado de sí mismo. Parecería que a Luis Rosales, ese otro extranjero de su patria, lo persiguiera la maldición de la calumnia hasta el punto de que también a su amicísimo Leopoldo lo salpicaron esas mismas cenizas. Uno de ellos es la enfermiza evocación, la referencia, que se realiza siempre que se habla de Leopoldo Panero, a esa sombra trágica que debió de representar la muerte de su hermano Juan “con quien tanto quería” e indisolublemente recuerdo a su vez ese colofón con que Fernando Quiñones culmina su cuento Los toros del Puerto, en el que la magnífica faena de un torero que sustituye a un gran maestro caído la tarde anterior es minuciosa e inquisitivamente comparada con la que podía haber hecho el ausente, hasta el sardónico: “luego giró sobre un talón, pensando que había cumplido aquel día treinta y dos años y que la vida de los perros no suele pasar de los quince.” Creo que no debiéramos juzgar al hombre, tan sólo amar al poeta. Resulta cuando menos curioso en el caso Panero, que refiriéndose la generación del 36 se habla de “Poesía arraigada”, arraigada a qué, ¿a la vida?

Leopoldo se fija en la gente humilde, en las cosas sencillas que lo rodeaban a las encinas, a las palomas, a los trigales, y a las bicicletas que pasean por sus poemas. Escribe poemas para Macaria, vendedora de castañas, a la Dolores, modista de Astorga, y a alguien que siempre me ha resultado conocido aunque nunca lo conocí, Juan Pintor, un albañil de ocasión que hacia las chapuzas en esta casa de campo y que regresaba orondo a jactarse ante los vecinos del pueblo de los enormes cigarros-puros que Leopoldo le regalaba. Tal vez, Juan Pintor estaba fumándose alguna exótica valija diplomática.     

La mansión había sido idea del pintoresco abuelo materno, Quirino, que la había construido en este inusitado lugar llevado por su amor a la caza, pasión que trató de inculcar a un joven Leopoldo que vagamente se interesó por los placeres cinegéticos. (3)

Castrillo representaba la reclusión, el alejamiento, la tranquilidad: (4) allí se había encontrado Leopoldo con las lecturas de la infancia y adolescencia, devorando febrilmente la amplia colección de libros de aventuras, misterio y policíacos que el abuelo Quirino reunía en su biblioteca (5; allí se repuso de una tuberculosis en 1929 que casi lo arroja a la fosa prematuramente; allí se fue la familia Panero.Blanc a restaurar su dolido orgullo cuando tras una larga espera como segundo de a bordo no es nombrado director del Instituto Español. (6)

Aquella casa que fue el punto de reunión del grupo de compañeros de Leopoldo, que salía de Astorga para merendar en el campo, y beber aquel vino que Quirino cosechaba “con más ilusión que resultados”. (7) Por aquella casa pasaron entre otros: Ricardo Gullón, Luis Rosales, Dionisio Ridruejo, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Luis Felipe Vivanco, Eugenio de Nora y estoy seguro de que también César Vallejo.

Esta morada se erigió en el Retrato de Dorian Gray de la familia Panero. La falta de intimidad, la diferente extracción de cada uno, la bebida, tal vez los problemas con los hijos, ¡que se yo!, fueron abriendo hendiduras por las que penetró el bosque, las oscuras encinas  y piornales, la higuera, las acacias y algunos insectos. Las heridas se declararon irrestañables… Y por fin “Han pasado muchos años, Castrillo ya no existe, es un montón de ruinas. Pero nunca podré olvidar aquella mañana de sol, el sendero que recorremos hasta la casa entre piornos y entre encinas, la impresión que la belleza de aquel lugar me produjo”. (8)

Cuando aún estaba semiderruida, desvencijadas sus puertas y ventanas, desmantelada su humilde grandeza, se habló de su espectro, de un Saturno paidófago, de un monstruo descorazonado. Hoy sabemos que aquella era la sombra de Acteón perseguido y despedazado por sus insaciables perros.       

  • “Leopoldo pasaba temporadas en el monte, atracándose de lectura e iniciándose con una escopeta de salón en los placeres de la caza, que al principio no le seducía demasiado”, Ricardo Gullón, La juventud de Leopoldo Panero, Col. Breviarios de la Calle del Pez, Diputación de León, 1985, p. 22
  • “El verano. Castrillo de nuevo. La tranquilidad, el sosiego, los atardeceres entre las viejas encinas. El tiempo se detiene en esos veranos, se queda quieto. Y la vuelta a Madrid siempre con nostalgia, con pesar”, en Espejo de Sombras, p. 195
  • “El abuelo Quirino poseía una fascinante colección de novelas que los nietos y sus amigos leíamos con fruición”, Gullón, p. 13
  • Ibid, p. 203
  • Ricardo Gullón, op. Cit., p. 24
  • Ibid., p. 144

Nunca negaba su ayuda Leopoldo a los agricultores que solicitaban su favor. Su penúltimo poema está exclusivamente dedicado a estas tierras: “El canto de la Sequeda”.

Con Leopoldo siento lo que jamás ningún otro poeta me trasmitirá, pues si en sus versos aparecen los montes, las espigas, los senderos que yo recorrí, que de vez en cuando transito, y con incalculable melancolía aún noto su aliento caliente, aún puedo oír el murmullo de su voz. Tengo viva muestra de esas tardes de encendidas encinas, oigo los pitidos del tren, el arrullo de las palomas, en mi nariz persiste aquel olor a cubas cuando en otoño llegaba la hora de la vendimia, en mi frente aún sopla el viento que en la cálida noches de verano acunaba las mieses y traía el único frescor de la siega y aquellos míticos labradores para los que nunca habrá justos versos:

“Tras la penumbra de tu carne crece

la luz intacta de la orilla. Vuela

una paloma sola, y pasa tenue

la luna acariciando las espigas

lejanas. Se oyen trenes

hundidos en la noche, entre el silencio

de las encinas y el trigal que vuelve

con la brisa”.

(“Hasta mañana”)

O en el que dedica a Juan Pintor “! Bendito tiempo supremo / sobre Castrillo y Nistal, / y nava triste de Cuevas / donde cruje el centenal, / y agua seca de Barrientos, / y alameda de Carral, / llena de música y sombra / por las noches de San Juan! / ¡Oh peso del mundo, dulce, / bajo la tierra al arar, / bajo la nieve al caer, / bajo el resol del trigal, / bajo el aire en primavera / cuando vuela el gavilán, / y vibra el fresno delgado, / ya verde junto al tapial! / (…) mientras el peso del mundo / tira del cuerpo y lo va / enterrando dulcemente / entre un después y un jamás”.

(“El peso del Mundo”)

Su espíritu, el más sensible de los espíritus que por allí vagan, aún debe por allí vagar aturdido, dubitabundo en esa semiconsciencia en que lo sorprendió el silencio:

“No sé si estoy ya muerto. No lo sé. No sé, cuando

te miro, si es la noche lo que miro sin verte.

No sé si es el silencio del corazón temblando

o escucho la música íntima de la muerte”

(“Cántico”)

Ni nunca lo sepas Leopoldo, quédate con tu trigo en el bolsillo de la chaqueta, quédate en la brisa alegre de las bicicletas. Que tus enormes manos pródigas en el dar, las manos de tu abuelo Quirino, las manos que escribieron tanta belleza, las manos que se despedían de los  peldaños de la casa cuando lo bajaban ya sin vida, que las mismas manos se queden en este bosque para ser pasto del mito y la leyenda de mi pueblo, Castrillo de la Piedras. En el escudo de Astorga aparece una ramita de roble, en el de Castrillo aparecerá la rama dorada que en la encinota custodia el alma de Leopoldo como un Orestes en el bosque de Nemi.

César Martínez Callejo

 ¿Ampliación?

Entre la línea que finaliza con “…cinegéticos” y la que empieza “Castrillo representaba la reclusión…”, se puede incluir, en caso necesario el siguiente fragmento:

Las diferentes construcciones que componían este conjunto, prácticamente trazaban una L invertida, que se extendía de sudeste a noroeste, ofreciendo el vértice al flanco septentrional, lo cual las guarecía del frío y hacía que se constituyese un patio abierto, amplio y luminoso. A esta explanada de tierra y a la propia edificación, se llegaba a través de un camino anunciado por el extraño verdor de un grupito de frondosos castaños, que aún siguen siendo regocijo de muchachos de noviembre. Esta decidida senda se abría paso durante unos sesenta rectos metros, en medio del bosque de encinas flanqueado por ciruelos, perales y manzanos. Vergel de frutas en verano, capricho cromático que establecía fronteras a la oscura seriedad de las encinas y los piornales. Algunas acacias y una juguetona higuera, se erguían justo delante de las casas ofreciendo la apetecida sombra en las sofocantes tardes veraniegas, extremadas por el inoportuno abrigo de las encinas. Culminaba el conjunto un hermosísimo palomar “en forma de pagoda”, que se elevaba frente a las primeras casas, pero ya al otro lado del camino. A su vera se abría un estanque circular, del cual daba la impresión de haberse extraído en una sola pieza aquel fastuoso palomar. La mansión principal se erigía frente al camino, mientras que las otras bordeaban su orilla derecha. Las primeras casas que uno se encontraba eran las de la servidumbre en cuya trasera se encerraban los diversos animales que podía reunir una pequeña granja. A continuación de ellas, ya al lado de la mansión principal, se alzaba la casa de Leopoldo Panero y Felicidad Blanc. Dos plantas, parte de la superior engalanada con una galería que estaba rematada hacia el exterior con una balaustrada de hierro, y constituida por una serie de estancias entre las que destacaba una habitación algo más amplia por cuya ventana prácticamente se asomaba al interior una de las encinas. En su interior existía un profundo y oscuro pozo de agua, cuya oquedad debía de ser alivio del sofoco durante el día, pero por la noche sobrecogería a sus habitantes. Aquella casa era la cristalización de la prosapia de Leopoldo Panero, pues allí había pasado muchos de los mejores momentos de su vida.