Hay personas que han muerto de desesperación, de soledad, de desgaste. En un momento como el presente parece que ya nada importa nada, la muerte se asume como quien se come un helado. No soy yo quien para hablar, eso deberían de hacerlo a grito pelado quien se ha ido -y no entre aplausos- en medio de una absoluta extrañeza y los muchos de los seres queridos que se han quedado a malvivir esta situación.
Sinceramente, no sé en qué día estoy aunque sé que es navidad. Pienso en todos ellos, que no han podido ni mirar a la muerte de frente sabiendo que esa tarde, esa noche, la vida se desnudaría delante de ellos. Espero que al menos hayáis disfrutado de la vida para espantar los miedos de esa muerte en soledad, en clave de horror. No penséis que nos olvidaremos, la situación se está volviendo imposible de soportar, ¡como para olvidar! Tendremos paciencia y perseverancia. Insistiremos en aparcar la alegría de haber sobrevivido por un instante, un minuto -quizá lo que lleve leer esto-; apilaremos desengaños, fracasos y la pena negra que nos hará madurar para recordar que nadie, ni el mayor enemigo, se merecía morir de esta manera.
Ha sido un año triste, y eso que el muy cabrón parece que se termina. Este año nos ha recordado la palabra depresión, que pensar más de la cuenta es peligroso y que el oficio de vivir no es nada sencillo. Los asuntos pendientes, cuentas sin ordenar, saldrán a relucir, pero ya sin miedo, ahora hay que hacerles cara, cada uno desde dónde pueda y como pueda.
Porque la muerte, ese hachazo que te recuerda tu inmortalidad, es también un aviso de lo que muchos de nosotros, ya mayores, recibiremos en la cabeza para hacer historia, la misma que han hecho los muertos que se han ido de manera tan cruel y absurda.
Lagrimas por los buenos. Olvido para los malos y cabrones.
Así sea.
Ángel Fernández