Las jícaras seguían sobre la mesa una hora después del té. El queque de naranja, estaba cubierto y el azucarero tapado. Las gradas invitando a ver lo que pasó en el otro piso. Ni un sonido en el comedor, allí donde los años se hicieron muchos y los niños se hicieron grandes, soplando la vela sobre la torta a cada cumpleaños. Sus alas largas, los llevaron a otros cielos. En los vértices del tiempo la sonrisa de la vida, la alegría por ser y estar. Las horas endulzadas con aroma de chocolate y el eco de la algarabía de repente, no más que de repente transformado en silencio.
Silencio, silencio, silencio… El silencio profundo que experimentas a cada día y subes el volumen de la música para tratar de espantarlo y él no se va, solamente se hace más y más grande… hasta que explota y grita. Entonces apagas la música y sales. Vas por cigarrillos o por un café. Vas en búsqueda del ruido del mundo, para no escuchar tu silencio… Sientas en una mesa y miras, sin ver a los transeúntes. Miras detenidamente, la mujer bella que se acerca y pasa. No la ves. Lees el periódico del día y te olvidas del silencio que te persigue. Simplemente, no dejas que te persiga, lo adoptas como tuyo. ¿Y qué?
Una melancolía escuálida quiere lamer tu mano… mi mano.
Pasamos una puerta invisible del tiempo y nos pusimos a caminar por la playa antes que amanezca, con vestimentas blanca como el rocío, como las verdades en busca del sol… La arena nunca fue tan suave al contacto de nuestros pies, ni tan tibia la aurora. El malecón sin sombra, imponente, soberbio, frenando al mar. Las olas en su ir y venir incesante, siempre trayendo recuerdos.
Largas caminatas silenciosas, aún quedan en el recuerdo de aquella vida de viajes, de museos, de libros… Entonces. Sólo entonces.
Siempre me pregunté, ¿qué siente la lluvia fría cuando cae?
La luminosidad del día, dejaba ver el mosaico de fotografías familiares en la pared más angosta, al lado del portal que divide las salas. Fotos de todos los que un día estuvieron y de todos los que aún están. El ovillo de la vida, se desenovillando en una pared, para tener certeza de la finitud, de lo efímero, de la vida misma.
La vida siempre venía a la casa, llegaba visita, parientes, vecinos, amigos y la elegancia del arroz con naranja, paseaba supremo, en cristales transparentes, ante pupilas brillantes y sonrisas alegres de paladares satisfechos por comer en la casa.
Paso por una puerta invisible del tiempo y espío la casa, veo las ollas humeantes y la mesa del comedor bien puesta. Nunca resonó la campana del té, existió como un adorno. Escucho las conversaciones, el fuego crepitar en la otra sala. Veo el patio de los enigmas, donde las hormigas alguna vez pasaron en caravana hacia la Meca y donde, antes, escarbé un túnel para llegar a la China. Me verías con botas, eso te gustaría, te gustaría mucho…
Te gustaba leer en voz alta algún fragmento de algún libro recostado en el diván, yo apegada a tu pecho escuchaba: -“Las puertas invisibles del tiempo: Siempre tuve ese temor ancestral, así como tú también lo tienes, de que el sol no vuelva a brillar y de que las cosas cambien y no sean como habíamos imaginado y poco a poco nos quedemos solos.”-Otras veces, yo leía a Marosa di Giorgio o a Fernando Pessoa. Tu escuchabas. Es cierto, te gustaba… Las botas cafés arriba de las rodillas. Cosechar setas silvestres y prepararlas con arroz.
¿Sabes que todos tenemos la costumbre de partir?
TÚ. Él. TODOS.
Todos…Siempre habrá un día en que volaremos, como las cometas, al cielo añil brillante. Y aquellos que busquen encontrarnos mirando a las alturas, solo verán filigranas en contraste con la inmensidad.
No habrá nubes.
Recordaremos palabras sueltas y voces que se alejan, ritual, hermanos, descanso, paz…
Las puertas invisibles del tiempo, siguen abiertas y las gradas invitan a ver lo que pasó en el otro piso.
Miro las jícaras sobre la mesa una hora después del té. Las migas, del queque de naranja están comportadas sobre los paneros, no bajaron a jugar en la alfombra.
Alguna vez me pregunté ¿sí la noche tiene miedo a la oscuridad?
Te cuento que la otra tarde, cuando no estabas, quemé las cartas y la colección de postales. Las muñecas siguen sentaditas en el desván, con sus caritas sonrientes, como si tuviesen la seguridad de que la vida es bella y que para nosotros no hay sufrimiento.
Las fotos en la plaza Roja en el café…están en un sobre en el segundo cajón del escritorio.
Si te pones a contar los granos, el arroz, parecerá infinito. Es algo así, como el tiempo que se distiende cuando estoy sola. Entonces, pienso que el mar secó. Y otras cosas… Siento frío y una llovizna triste me moja hasta el tuétano. En la pared el cuadro que se llama Soledad, recuerda una isla.
Sabemos que el tiempo tiene puertas invisibles. Muchas veces viajamos, las ultrapasamos. Lo sabes. Hemos vivido bellas experiencias, del otro lado… Por eso, nuestra memoria está llena de recuerdos de días y noches, que sólo nosotros planificamos y vivimos. Nuestro inventario cotidiano con gotitas como diamantes líquidos, verano eterno ,un niño que camina para después volar, la niña solitaria, bailes, veinticuatro horas de cariño y tantas otras cosas que se quedaron en la mente.
La única incoherencia, fue pensar que el tiempo cerró sus puertas invisibles…
Por eso, ahora, estos muebles no saben nada de mí. Las jícaras siguen sobre la mesa una hora después del té y, no quiero subir las gradas para ver qué fue lo que hice una hora atrás con mi cuerpo.