Dicen que de la tuberculosis se sale haciéndose lector crónico. Ahora se investiga sobre una vacuna salvadora de los virus corona. Mientras unos tratan de racionalizar el miedo – eso dicen en Mercadona- otros se frotan las manos pensando en el suculento botín que les espera.
Este mundo no está hecho para los perdedores que no pueden hacer las revoluciones en la capital. Este mundo es un lugar idóneo para quienes pueden sacar beneficio vendiendo “azúcar a precio de guerra mundial”, dicho en La Habana.
En cuanto a ideas e ideologías todavía nadie ha pensado en crear una vacuna, mejor dicho, lo puede haber pensado pero no logrado. Cuando se desea cambiar una situación que todo el mundo padece no es nada fácil encontrar una fórmula que genéticamente sea amable con cada uno de nosotros, los egoísmos e intereses personales forman una barrera en el ADN infranqueable.
No obstante, no todo está perdido. Existen formulas adecuadas que se pueden integrar en la coctelera del laboratorio humano que es esta sociedad desquiciada. Uno de los ingredientes es la lectura. No es costosa, entretiene y además, como con la tuberculosis, cura muchos de nuestros males, en especial el fundamentalismo.
Quien dijo aquello de “viajar para evitar el nacionalismo y leer para no caer en el fundamentalismo” la clavo. Fundamentalismo-totalitarismo, a gusto del consumidor.
Yo era, y sigo siendo, de los muchachos que se pasaban demasiado tiempo en el baño. Siempre había libros, un par de National Geographic y bastantes “jueves”. Por cierto, ¿cuál fue el motivo de llamarla “El Jueves”? Que alguien se anime y escriba algo al respecto. A lo que íbamos. Esos ratos de ocio en el cuarto de baño no eran solamente para satisfacer físicamente las necesidades de mi cuerpo- cagar, no pensemos mal- . Servían también para que las piernas se me quedaran dormidas al cabo de quince minutos de lectura. Sana costumbre. Con el tiempo, en visitas a casas de amigos y extraños descubrí que no era el único que caía en esta tentación.
Luego todo se precipito demasiado y no recuerdo los detalles. Empezaron a caer libros en mis manos, de aventuras, policiales, biografías,.. un poco de todo. En definitiva aquello suponía un festín para los ojos y el cerebro. Cuando la tormenta amaino sus efectos posteriores en mi cuadro clínico reflejaron una extraña enfermedad cuyo diagnostico ningún médico fue capaz de descifrar. Unos decían que había déficit de impertinencia por culpa de los megalocitos , otros que el autodidactismo (enfermedad común en hogares humildes) se reflejaba en el exceso de glóbulos blancos. Nadie se ponía de acuerdo excepto en una cosa: destripar libros era una de las razones y fundamentos interiores de tal enfermedad.
Pasado un tiempo, cuando todo el mundo se volvió enfermo nacionalista, me hicieron una analítica por si las moscas. Me utilizaron de conejillo de indias, me sacaron plasma y muchas otras dichosas pruebas. Me decían que la gente tenía una extraña enfermedad que les hacia gritar, aplaudir, golpear cacerolas, blandir banderas, mirar con suspicacia al prójimo, aprovisionarse de víveres, insultar en las redes sociales,..que no era una película, que todo era verdad. Por lo visto había algo en el aire que creaba todos estos síntomas. Que nada era ya lo que fue en un pasado.
¿Qué es?, esa es la pregunta que se hizo en ese momento. Los médicos no tuvieron más remedio que inocular una vacuna dependiendo del grado de enfermedad de cada individuo. A los más nacionalistas les inyectaron “La Peste” de Albert Camus, efecto inmediato. Para los que más gritaban y menos sabían “El Quijote” de Cervantes, ambas dosis. “ Moby Dick” jeringuilla en forma de arpón a los que ponían voz sin rostro en las redes. A lo solitarios silenciosos en medio de esta marabunta un poco de “Kavafis”, estos saben, aunque estén un poco locos, que lo que importa es el viaje no el destino. Algunos optaron por “elección propia” pincharse “La Biblia”, decían que era la mejor vacuna.
A mi desgraciadamente, aun con anticuerpos, me maltrataron con una segunda dosis de “El Corazón de las Tinieblas”, jodido Conrad, “Producía una sensación de inquietud. ¡Eso era! Inquietud. No una desconfianza definida, sólo inquietud”.