Marruecos: Paul Bowles y El Cielo Protector

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“Para mí el Sáhara es el lugar más bello del mundo, precisamente porque no hay nada. El cielo tiene luz; pero no es verdad, no está ahí, sólo está la noche. Siempre.”     

Paul Bowles (1910- 1999) amaba Tánger y el desierto. Junto a su compañera y mujer Jane viajaron un día a África y nunca volvieron. “El Cielo Protector” una de las novelas más importantes de Bowles fue llevada al cine por Bernardo Bertolucci. Gracias a esta película la opinión pública redescubrió a Bowles. Pero eso no solo le dio una fama efímera, fue el descubrimiento de una obra maestra de la literatura del siglo XX. Y en parte se debió a que el hilo narrativo de esta novela no dejaba de ser una viva imagen de la relación que él siempre mantuvo con Jane. Esta película, que me fascino desde el primer fotograma, fue la espoleta del viaje a Marruecos a finales de los noventa.

Recuerdo la llegada a Tánger en ferry un caluroso atardecer de verano.  Desde la bahía de la ciudad pude ver el “Hotel Continental” donde Bertolucci ambiento varias de las escenas de la película “El Cielo Protector”. Yo ya tenía muy claro desde el principio que quería dormir en una de sus habitaciones.    

En esos años este hotel todavía conservaba el ambiente de lo que en su pasado fue Tánger. En la puerta del Hotel un fajín (botones) te recibía con un cigarrillo de Kif en los labios ataviado con el típico gorro Marroquí. Todo en el Hotel parecía no haber cambiado desde la segunda guerra mundial. El tiempo se había detenido en este lugar: las habitaciones con las paredes descarrilladlas, la piscina vacía llena de hojas secas, los pocos huéspedes que había esa noche alojados parecían sacados de una película de Agatha Christie, el precioso bar colonial con las botellas impregnadas de polvo.

Esa noche me junte con varios de los huéspedes en una de las mesas de la terraza con vistas a la bahía. Fumamos Kif acompañado de un té verde potente, bebimos whisky de contrabando y hablamos hasta el amanecer. Cada uno conto algo de su vida, especialmente los que más pasado tenían. Una mujer de avanzada edad pero todavía de buen ver marco el ritmo de la velada. Era Americana y, como muchos otros viajeros de la época, había llegado a Tánger en los años 50 atraída por la novela de Bowles. Se quedo a vivir en esta ciudad y tampoco regreso. Por lo que hablo esa noche debía de tener una buena herencia, lo cual le permitía vivir en el Hotel. Recordaba el lio que se había montado durante el rodaje del filme de Bertolucci, demasiado alcohol y enredo de faldas. Los actores Debra Winger y John Malkovich, que interpretaban a los personajes de aquella historia de amor y muerte novelada por Bowles, mantuvieron una relación similar a los mismos personajes que estaban recreando. Las broncas eran continuas. Lo que me llamo la atención de esta mujer es que de su vida hablo poco, para ella lo importante era lo que había conocido en esa ciudad desde hacía más de cuarenta años. Repetía constantemente que lo interesante no es quien era ni qué sentía, sino lo que podía contar de otros. Yo solo abrí  la boca para fumar o tomar un trago de whisky.

Como Bowles, tome un tren hacia el sur. Viaje en tercera clase -cosas de la juventud-. En el vagón de bancos de madera sin respaldo viajaba la esencia pura de Marruecos. Poder dormir se consideraba una tarea imposible por los constantes balidos de las cabras.

Marrakech y La Plaza de Jamma el Fna hace más de veinte años era el caos total.  Al caer la noche este lugar era la perdición de cualquier occidental: carteristas, hipnotizadores de serpientes, narradores de antiguas historias, funambulistas, bereberes del desierto. Todo era un poco disparatado, los olores de los puestos de comida se mezclaban con las llamas de las antorchas, el sonido interrumpido de las voces árabes podían producir una realidad alucinógena. La primera impresión siempre es esta, luego te acostumbras.

Mas hacia el sur, después de cruzar La cordillera del Atlas en un viaje kamikaze en autobús, el destino era Ouarzazate. Es la entrada al desierto del Sahara y uno de los platos cinematográficos más importantes de África. Cualquier película que recuerdes donde haya escenas en el desierto se puede haber rodado aquí.

Había que viajar todavía más hacia el sur para encontrar ese lugar tan bello del que hablaba Bowles. El valle del río Draa te adentra en el Sáhara. En esos años el turismo no estaba masificado (casi era inexistente) y llegar a la población de Zagora era como hacerlo a la Tombuctú de Malí. Toda la población era autóctona, se mezclaban las etnias de una y otra tribu en verdadera sintonía. Más tarde llego el fundamentalismo islámico y lo pervirtió todo.

En Zagora el calor es abrasador, las noches pueden llegar a registrar hasta 35 grados. Sin embargo, si sales de la ciudad y te adentras en el desierto la temperatura no sube de los 12 grados. Esa noche, junto con un bereber y dos burros, nos adentramos unos kilómetros en el desierto. Allí no había nada excepto la noche y un cielo estrellado imposible dejar de admirar.   

Montamos una tienda, hicimos una pequeña hoguera y nos reímos mucho. Sería el Kif o la locura de la soledad. Recordé esas palabras de Bowles, “Siempre he dicho que no soy una persona, no tengo opiniones, ni reacciones. Vivo y veo”. El egoísmo, es también, una de la facetas de este escritor.

Vagabundo durante unos días por el sur de Marruecos acabe en un bar de Esauira que se llamaba “Otelo”, por la película que Orson Welles había rodado en esta población de la costa atlántica de Marruecos. Fue el único bar –Hotel Continental aparte- que conocí en este país.

Aquí se reunía lo mejorcito de cada casa. Había alcohol por doquier, una nube de humo de hachís que no te dejaba ver al que tenias al lado. Para quienes, como es mi caso, buscamos siempre las huellas de la literatura, el cine y la historia en cualquier sitio, esas trazas las encontré en este lugar. Siempre, en todos los viajes, hay una hora que tus sentidos te aconsejan parar, cuando te das cuenta que nada es seguro, que todo es muy relativo. En Esauira me quede unos cuantos días cansado ya de mi propio sueño. Había unos buenos hammam, excelente pescado y era barato. También estaba el “Otelo”, motivo suficiente.

Varios años después viaje de nuevo a Marruecos. Todo había cambiado, ya nada era lo mismo. Posiblemente ni yo tampoco.

Del “Otelo” solo quedaban los recuerdos del pasado.

Ángel Fernández, en Invernalia. Junio 2020.