Mi impotencia decembrina

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“Ellos celebran la Nochebuena,

que sólo lo será para mí también

si logro desanudar mi garganta,

lo cual es improbable.” Alejandra Pizarnik

Después que el sol evaporó hasta la última gota del mes de noviembre, como siempre pasa, otra vez llegó diciembre con sus múltiples rostros dolorosos, con su atmosfera enrarecida, para después partir. No sé por qué diciembre es iluminado por tantas luces artificiales y falso espíritu de fiesta, si no terminó ninguna de las guerras, y, lo peor, es que aumentaron las pequeñas batallas de baja intensidad, raquíticas, mal nutridas, pero cuantiosas.

El año estuvo contagiado y el obituario repleto de pérdidas irreparables, ahora todos quieren pensar que empezará todo otra vez: nuevo, bonito, limpio, abundante, sano, pacífico y etcétera y etcétera…Infinitos etcéteras, poblando un mundo enfermo y la melancolía sale a la calle con los labios pintados de rojo carmesí, con sus ojos grandes y tristes; con su ternurita estrujada en el bolsillo, como si fuera un pañuelo desechable; ella busca silencio en su mente y encuentra hambre de ser y dolor: todo el dolor de las injusticias del mundo y otras penas. Lo peor es que no existe nadie que borre tantos pecados del mundo, ni que pueda borrar nuestros pecados. Tampoco hay hostias para la comunión.

Llegó diciembre impunemente, las guerras siguen, tengo atragantada alguna pena que nació en aquella madrugada de 1964, cuando el aire se acababa porque la horca que oprimía era suave y pegajosa, pero estaba cada vez más aprieta…Podía haber sido más simple: morir, apenas morir para no ver tantos diciembres atropellándome, atropellándote, atropellándonos…No hubiera sentido la angustia ante el mundo, ni experimentado la angustia por el tiempo. No hubiera estado inmersa en la montaña de recuerdos, ni atrapada en el eterno presente. En algún momento, en un lugar impreciso, escuché o leí que el tiempo es siempre la misma cosa, pero que, también es otra cosa; que el tiempo es la multiplicación incoercible de lo real.

Mundo ruidoso, me pregunto: – ¿Es mi culpa? Dijiste que te queda muy poco tiempo de vivir. Tiempo: angustia. Tiempo: miedo. Tiempo: rápido. Tiempo: diciembre. No sé nada. Afuera la guerra y adentro las batallas pequeñas y las otras. La angustia se hace infinitamente franca como la vida. Es dolorosa la perplejidad ante la diversidad. Uno se da cuenta que el mundo es vacío, amenazador, hostil e infunde temor.

Me di cuenta que Pablo Arturo está más viejo, ahora se queda más callado, duerme más. Seguramente la muerte lo espía, él percibe y recuerda los días de luz, cuando saltaba feliz en cualquier lugar, me saluda con más ternura, así como quien se despide y piensa que los suyos no saben, ni se dan cuenta de la decadencia que se instala, quizás, sea el ejemplo más claro de la distancia entre lo real y lo ideal.

Cuando el reloj marque las 12 horas de la noche, muchos pensaran que acabó todo, que empezará todo otra vez. Como no fumo, no tendré como disfrazar mis suspiros. Maldigo las horas perdidas, la hora de todos y del mismo modo, reniego de la tonta que mira al otro lado… Recuerdo las palabras de A. Pizarnik: “Alma querida: si estuvieras, si me dijeras, si vinieras, si me salvaras.” Es solo un recuerdo, porque yo sé que no hay salvación. Lo irremediable es siempre sin salida.

El Año Nuevo, llegará con sus falsas promesas y no salvará a nadie porque no hay cambios y las guerras siguen. Las personas harán lo de siempre. La pirotecnia causara algunas muertes, mucho dolor a muchos niños y animales. No les importará, a ellos no importa cómo se sienten los otros. Me avergüenzo, con esa vergüenza ajena que se suma a mi impotencia decembrina. Los proyectos y planes se perderán en la inundación de los días, hasta el próximo diciembre, cuando todo esté ahogado y vuelvan a imaginar que todo recomenzará. Es el eterno retorno.

Melodías, sidra, guerra, pan, leche y sangre. Es siempre así, las sonrisas y las lágrimas cristalizadas poblando cada doloroso diciembre. Nadie dice nada de las palabras acumuladas, de las palabras sumergidas, de las palabras ahogadas, apenas repiten maquinalmente, a cada diciembre: ¡Felices fiestas! Las páginas repiten las viejas historias del tiempo que fue siempre así, plagado de rostros dolorosos en espera de que se muera la muerte.

Estoy muy molesta: la guerra, diciembre y te mueres sin hablarme nada. La enfermedad crece en ti y no quieres decirme nada. Es insólito e inverosímil que tengas tantas maneras de ser cruel. No acepto otra agonía. Te irás brutalmente como cada diciembre. ¡Adiós!