Galápagos, las islas de Charles Darwin

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Charles Darwin llegó a bordo del Beagle a las Islas Galápagos en 1835. El archipiélago de las Galápagos lo forman 13 grandes islas volcánicas, 6 islas más pequeñas y 107 rocas e islotes. Es parte de Ecuador y están situadas en el océano pacifico a unos 1.000 kilómetros del continente latinoamericano. 

161 años después, en 1996, me dispuse a iniciar un viaje a uno de los pocos paraísos salvajes que quedan en el mundo.

De aquellas el vuelo lo realice con VIASA (líneas aéreas de Venezuela) con destino a Caracas. A continuación había que subir en otro avión de TAME (trasportes militares ecuatorianos) en dirección hacia Quito, previa parada en Bogotá. Este mismo avión se estrellaría justo dos años después en las inmediaciones del aeropuerto de Eldorado, en Bogotá. Se trataba de un Boeing 727 con unas – como yo percibí en su momento- condiciones que no eran las más aconsejables para volar. Desde ese día decidí no volver a subirme nunca en un avión de este tipo.

La llegada a Quito de noche, con el volcán Pichincha emitiendo fumarolas, te deja sin aliento. También influye mucho la altitud de la ciudad, 2.850 metros sobre el nivel del mar. Es como aterrizar sobre la cima de Monte Cerredo en los Picos de Europa. A eso hay que sumarle la contaminación con un aire que no se renueva a esta altitud. Cuesta aclimatarse.

En 1996 Internet era inexistente. Para moverte, o bien llevabas una guía Lonely Planet o te buscabas la vida sobre el terreno. Era una manera de viajar mucha más interesante que actualmente donde a golpe de ratón lo tienes todo planeado de ante mano. Me quedo con aquella época.

 La primera noche la pase en un hostal al lado del antiguo aeropuerto de Quito, estaba prácticamente en medio de la ciudad. Casi podías tocar los aviones con tu mano si te asomabas a la ventana de la habitación. Entre el trasiego de aviones, la altitud y la parejita de la habitación contigua, que no dejaron de empujar toda la noche, no pegue ojo en toda la noche.     

Por la mañana conocí a un tipo en la cafetería del hostal que se ofreció para enseñarme la ciudad. Tenía un taxi (sin taxímetro) y además era policía, el sueldo no llegaba para mucho. Acepte y no me arrepentí, esa noche acabamos en los peores tugurios de Quito y llevaba a mi lado a un policía armado con una pistola.

Al día siguiente -con una resaca de narices ambos – nos despedimos en el aeropuerto. Saque un vuelo a Guayaquil lo más rápido posible, necesitaba respirar.

Guayaquil, que ahora se ha hecho famosa por el/la Covid 19 era una ciudad un poco peligrosa y oscura. Eso decían, yo no tuve ningún problema (siempre he pensado que tengo buena estrella o cara de hijoputa, quien sabe).Trate de embarcar hacia Galápagos pero no encontré ninguna embarcación que partiese antes de tres días así que opte por el avión. El mismo tipo de avión y la misma compañía. Cruce los dedos. Dormí un poco durante el trayecto, falta me hacía.

Cuando desperté y mire por la ventanilla del avión estábamos tomando tierra en Baltra, una antigua base militar americana en el Pacifico. Después, los pocos pasajeros que íbamos en el vuelo, tomamos un autobús, una barcaza y otro autobús para llegar finalmente a Puerto Ayora, capital de la isla Santa Cruz. En esos tiempos era un pequeño pueblo desde donde partían las embarcaciones turísticas que recorren las distintas islas del  archipiélago. Ahora tiene unos 15.000 habitantes, muchos de ellos procedentes del continente con la intención de encontrar un trabajo en el sector turístico.

En Puerto Ayora lo mejor es caminar por la dársena del puerto en vistas a encontrar compañeros de viaje para realizar un tour por alguna de las islas. Tuve la suerte de conocer en el vuelo a un ecuatoriano exiliado en Dinamarca. Viajaba con su hijo y un primo. Junto con dos parejas de holandeses formamos el grupo adecuado para compartir un pequeño barco durante seis días. La tripulación la formaban el capitán, un guía, un marinero y el cocinero, que hacia las funciones de predicador.

La noche antes de partir nos tomamos unas copas en el único bar que había abierto. Una chica rubia jugaba al billar con dos tipos poco aconsejables. Al final termino hablando con nosotros. A sus acompañantes no le hizo ninguna gracia así que decidimos largarnos de allí. Ella se vino con nosotros.

Nos conto su historia. Llevaba seis meses viajando por Colombia, Perú y Ecuador. De nacionalidad alemana. Trabajaba de camarera en un tren de alta velocidad en su país. A menudo, por las noches, reflexionaba sobre su vida y el tiempo que estaba perdiendo en un trabajo que no le gustaba. Dejo su trabajo, hizo la mochila y se largo a la aventura.

Sobre las tres de la madrugada nos despedíamos de ella en el punto de atraque de nuestro barco. Mientras nos adentrábamos en las oscuras aguas del pacifico su figura se fue difuminado entre las luces del puerto. Auf Wiedersehen!

Nos dirigíamos en medio de la noche a la Isla Floreana, una de las islas que más secretos encierran de todo el archipiélago. Las luchas por conquistar este enclave entre alemanes, noruegos y estadunidenses se relatan en varios libros, el más conocido es “Floreana, lista de correos”. Al amanecer nos adentramos en una de sus bahías. Descendimos a una Zodiac y tomamos rumbo a una playa solitaria.

A unos doscientos metros de la playa se encuentra el famoso barril de manera que usaban los balleneros y piratas que surcaban el pacifico para enviar sus cartas a casa. Los barcos que estuvieran de retorno a su tierra las recogerían para que llegasen a sus destinatarios. La tradición es dejar una postal o carta en ese barril. Yo deje una y nunca me llego. Lo mejor de esta isa es la «Corona del Diablo», un cono volcánico sumergido donde vivimos la experiencia más imponente de este viaje. Las aguas son de un azul intenso imposible, con unas simples gafas de buceo nadando en la superficie vimos decenas de tiburones de punta blanca nadando en comitiva.

Esa noche la conversación giro en torno a esa experiencia. Domingo -el cocinero- preparo pescado para cenar que previamente había pescado utilizando únicamente un sedal y un anzuelo. Mantuvimos una charla muy amena durante horas. Los holandeses nos confesaron que habían pagado cerca de 800 dólares por este tour. Cuando nosotros les dijimos que habíamos pagado 250 dólares no se lo creían. Como siempre recomiendo contratar en el lugar de destino; tiene sus ventajas, para ellos y para el viajero.

La rutina era navegar por la noche y visitar las islas durante el día. Fueron unos días de mar fuerte, con olas de cinco metros. Para mí era casi imposible dormir así que acompañaba al capitán durante horas en el puente de mando. Era un buen hombre con una depresión de caballo. Su esposa le había dejado pocas semanas antes, siempre tenía una botella de whiskey cerca de él. Fui su fiel servidor durante esas noches que recordare con un cariño entrañable. Además, aprendí a llevar un timón enfocando siempre la proa contra las olas mientras no paraba de escuchar los lamentos del capitán. Gracias, capitán.

Un par de horas antes del amanecer echábamos el ancla en la bahía de la isla siguiente dentro del recorrido, apagábamos el motor y tratábamos de dormir. Yo prefería ponerme en pelotas, tirarme de cabeza al agua y surfear con los leones marinos. A veces oía voces desde la embarcación pero siempre respetaron mi locura, quizá porque todos estábamos un poco locos. La brisa del mar olía a libertad, el entorno era salvaje, ¿Qué podías hacer?   

Durante días se sucedieron distintas islas, distintas experiencias. Los animales no te rehuían, las iguanas te ignoraban, los cormoranes se posaban en la borda del barco. Hay vivencias por las que merece la pena pasar por este mundo. Las Galápagos es una de ellas.

Los sermones de domingo eran de lo más instructivo. Navegaba para llevar dinero a casa –cuatro hijos- pero su verdadera vocación era ser predicador de la palabra de Dios. Yo le puteaba mucho con mi ateísmo pero me quería más que a nadie en ese viaje. Hasta nos tomamos más de una cerveza en su clandestinidad. Todo hombre encierra un enigma dentro de sí.

La ultima isla que visitamos fue Isabela, quizá una de las más bonitas de las Galápagos. Y la más grande. Los galápagos son sus habitantes naturales. Isabela fue uno de los lugares preferidos por piratas y balleneros. Para combatir el escorbuto nada mejor que llenar las bodegas de los barcos con estos seres prehistóricos. La dieta en alta mar se basaba en pescado, y poco más. La falta de vitamina C la complementaban con estas tortugas gigantes. Decenas de ellas eran capturadas vivas, encerradas en las bodegas y descuartizadas poco a poco para cocinar sopa que se llevaban a la boca sin ningún tipo de escrúpulo, se trataba de sobrevivir. Los galápagos son seres increíbles, pueden vivir más de doscientos años, tienen un cerebro como el tamaño de una alubia. Si se lo extirpas vagan durante un mes antes de morir. Sus movimientos son muy lentos, igual que sus pulsaciones. Son la viva imagen de la prehistoria en un entorno privilegiado.

Mientras navegábamos hacia Puerto Ayora sucumbió los restos de un ciclón del pacifico  que hizo zozobrar la embarcación.

-No salimos de esta- dijo el capitán.

El caso es que salimos. Domingo rezando, el capitán al timón y  los demás acojonados.

Después de una noche para olvidar arribamos a puerto. Celebramos el retorno con una cena por todo lo grande sin distinción de razas, clases, o vete tú a saber. Aquella última cena se convirtió en un todo por encima de cada uno de nosotros. Creo que ninguno de los que vivimos este viaje lo olvidaremos nunca. Quizás es lo único que nos queda.

A continuación vino el Continente, Ecuador. Ya hablaremos de ello en otro momento.

Ángel Fernández, en Invernalia. Junio de 2020.