Argentina 1976-1983: Quiero saber lo que hicieron con mi hija

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En marzo de 1976 un golpe de estado encabezado por el general Videla instaura una sangrienta dictadura en Argentina. Durante los siete años que duro, 30.000 personas desaparecieron sin dejar rastro. Desaparecidos, secuestrados, torturados, asesinados.

Como en todas las dictaduras, la de Argentina se convirtió en terrorismo de estado impuesto desde el mismo gobierno. Pero un terrorismo de estado sádico, depravado, infanticida. Los argentinos pensaban que lo habían vivido todo. Se equivocaban.

“Yo pienso que había que haberlos liquidado a todos. No eran más de 40.000 los que formaban las organizaciones”. Estas son declaraciones de uno de los más de 200 militares y policías procesados por crímenes de lesa humanidad. Muchos de ellos no sentían ningún tipo de arrepentimiento.

Muchos de los familiares han luchado durante más de treinta años por saber el destino que corrieron sus seres queridos. El doloroso recuerdo de aquellos tiempos aún permanece en la memoria de todos ellos. Ni siquiera las sucesivas crisis económicas, el corralito y sus consecuencias, nada de ello ha conseguido acallar la brutalidad y el desgarro de esos años.

De facto, la dictadura lo único que pretendió fue exterminar a la oposición utilizando todos los medios criminales posibles para conseguirlo. Y pusieron todo su empeño en que no quedara rastro de ello. El lavado de cerebro en el ejército y policía era sistemático: quien se opusiera a cometer estos crímenes era considerado un traidor a la patria.

La tortura estaba al orden del día: descargas eléctricas, el submarino (ahogamiento), quemaduras, desmembradura de miembros,… la perversión no tenia limite, incluido con niños. Más de 400 campos de concentración, cientos de vuelos sobre el atlántico norte para deshacerse de los cuerpos, todavía con vida.

Nadie vio los indicios de lo que les esperaba. La clase media, como es costumbre, se sentía muy cómoda con el pensamiento de que una dictadura iba a dar estabilidad económica al país. Casi toda la población se encontraba en un estado de incertidumbre (esto le sonara al lector) sobre lo que podría pasar. Para los militares no existían inocentes. Te podían detener y hacer contigo lo que quisieran: podías volver después de ser torturado o desaparecer para siempre.

La vida se volvió insoportable. Caminar por la calle era jugártela de verdad, se trataba de un aniquilamiento sin miramientos. Al principio los muertos aparecían por casualidad. Más tarde, cuando empezó a desaparecer más gente, la sociedad comprendió que lo que estaba sucediendo sobrepasaba cualquier regla moral. Ya no había vivos ni muertos, eran desaparecidos. Era el terror.

Militares y policías actuaban al unísono en cualquier parte del país. Patadas en las puertas de las casas, violencia desatada entre habitaciones, cuerpos amontonados en vehículos siniestros. Todo con total impunidad, eran los dueños de las vidas de todos los argentinos. Y unos verdaderos destructores de la vida humana.

Han pasado muchos años y el dolor sigue. Las madres de la Plaza 2 de Mayo, ya envejecidas, siguen reclamando (y seguirán) justicia universal. Que los acusados se pudran o mueran en la cárcel no les consuela. Su lucha comenzó en plena dictadura pero jamás se rindieron. De las primeras madres, algunas de ellas corrieron el mismo destino que sus hijos: secuestradas y asesinadas. Otras recibieron en sus casas restos de cadáveres en paquetes. Las querían silenciar pero nunca lo consiguieron. Ellas representan la dignidad del pueblo argentino.

Con el tiempo, muchos de los implicados en esta matanza, también acabaron afectados. Sus propios hijos (fueran suyos o secuestrados) los han repudiado. Se declararon hijos de genocidas y no sintieron absolutamente nada cuando condenaron a sus padres a cadena perpetua. Vergüenza y dolor, que fuerte, que mayor dolor que te repudie un hijo por tus crímenes y el dolor que has ocasionado a tanto inocente. Ahora se entiende porque en Argentina hay muchas personas que no celebran el día del padre.

Las leyes de obediencia debida y de punto final fueron un maquillaje para blanquear los juicios contra los responsables de la dictadura. En 2005 la situación cambio: estas leyes fueron derogadas y más de 2.000 ejecutores (los que “obedecían” ordenes) de estos crímenes fueron juzgados por la justicia penal, que no la militar, como ellos deseaban. Hay declaraciones de algunos de estos criminales que te hielan la sangre.

De los civiles cómplices del ejército y de la policía, pocos han pagado por ello. Todo lo contrario: muchos se enriquecieron y hoy siguen sus descendientes disfrutando de los negocios empañados con la sangre de los desparecidos.

Tampoco la iglesia, cómplice de la dictadura, nunca ha asumido sus responsabilidades criminales. Nada extraño.

No hay justicia para lo que sucedió en Argentina durante esos siete años.

Ni consuelo para una madre.

No les deseo la muerte, en absoluto. Que vivan muchos años en la cárcel. Que sientan el repudio de la sociedad. Llevo 30 años esperando a mi hija, todos los días. Quiero saber lo que hicieron con mi hija. Que se pudran, esos cerdos no se merecen otra cosa. Malditos asesinos”.